Alejandro Zasmbra escreve sobre Nicanor Parra
Hasta
la próxima
Escribo lo que hablaría, ahora, en voz baja, con mis
amigos, si estuviera en la Catedral, velando a Nicanor Parra.
No es fácil escribir,
ahora. Hablar sería mejor, más natural. Eso se hace en los velorios: hablar del
finado en voz baja, con los amigos, en un rincón. Pero no estoy en Santiago,
así que escribo. Escribo lo que hablaría, ahora, en voz baja, con mis amigos,
si estuviera en la Catedral, velando a Nicanor Parra.
"Se va a morir en
cualquier momento", me dijo un compañero de universidad, en 1994, cuando
el poeta acababa de cumplir ochenta años y nosotros teníamos dieciocho. Le
pregunté si Nicanor estaba enfermo o algo así. "Cuando la gente tiene ochenta
años", me respondió, condescendiente, "es altamente probable que se
muera en cualquier momento". Estábamos un grupo grande, en la Facultad,
haciendo nada, medio volados, alguien dijo que había un evento en el Cine Arte
Alameda para celebrar a Parra. Los cuatro o cinco entusiastas de siempre
partimos soplados, por supuesto que sin invitaciones, pero logramos colarnos.
Me salto a mediados de
2003, cuando llegué a su casa de Las Cruces, también un poco de colado. Sí,
cuando la gente tiene casi noventa años es altamente probable que se muera en
cualquier momento, pero a Nicanor le quedaba cuerda para rato. Gracias a una
serie de coincidencias, buena parte de ellas más o menos inducidas por Matías
Rivas, unas semanas más tarde estaba yo a cargo de la edición de Lear Rey
& Mendigo, que por entonces era, en rigor, un proyecto semi
abandonado: Nicanor había traducido King Lear en 1990, para el famoso
montaje de la Universidad Católica, pero no había querido publicar la
traducción, no la consideraba terminada.
Había una versión
manuscrita y llena de enmiendas, y otra mecanografiada y también plagada de
correcciones. Las cotejé para consolidar un manuscrito, imprimí el resultado en
dos ejemplares. Nicanor rayaba el suyo y yo procuraba registrar, en el mío,
cada una de sus veleidosas decisiones.
Ver que alguien que
admiraba tanto era capaz de pasar una hora entera discutiendo un adjetivo, o
probando, en voz alta, la naturalidad de un endecasílabo, era un lujo para mí,
una lección inmerecida. Yo era el encargado de "sacarle" el libro, de
quitárselo de las manos, de hacerle ver que estaba listo, pero me costaba
apurarlo, porque ese proceso era, para mí, oro puro. Y nos reíamos, nos distraíamos
también. Siempre fue, conmigo, extraordinariamente generoso.
Lo pasábamos bien,
avanzábamos, y sin embargo, cuando caía la noche, a Nicanor le bajaba la
inseguridad total. Especulaba con no publicar el libro, se mostraba de verdad
preocupado, como si en esa traducción del Rey Lear, se jugara, de una vez y
para siempre, su destino literario.
Una tarde me falló el
método: Nicanor hizo tantos cambios que fue imposible seguir el ritmo de sus
correcciones. Tenía que irme en el último bus, quise llevarme su ejemplar y
pasar los cambios en mi casa, pero él me miró con una seriedad intimidante y se
negó de plano.
Nicanor aceleró y los
demás frenaron y nos salvamos jabonados. Apenas recuperó el aliento, alzó una
ceja y sonrió, como si nada. “Casi nos matamos”, le dije. Él me miró como
respondiéndome: exagerao.
Tuve que volver al día
siguiente, claro. Quise dedicarme, ahora sí, a transcribir los cambios, pero él
prefería que avanzáramos. Después de almuerzo insistió en llevarme a Cartagena
en su escarabajo gris, para sacar fotocopias. Nos atendieron rápido, pero en el
camino de vuelta nos atascamos detrás de una camioneta roja, que
inexplicablemente iba a diez por hora. Nicanor quiso adelantarla, pero a mitad
de la maniobra el imbécil de la camioneta también aceleró y de pronto estábamos
de frente a un bus enorme. Por un momento estuve seguro de que moriríamos ahí,
en la carretera semi vacía, a las cuatro de la tarde, pero Nicanor pisó el
acelerador a fondo y los demás frenaron y nos salvamos jabonados. Apenas recuperó
el aliento, alzó una ceja y sonrió, como si nada. "Casi nos matamos",
le dije. Él me miró como respondiéndome: exagerao.
No nos matamos y un par
de meses más tarde Nicanor dio por buena esa traducción brillante, y durante
los años siguientes, ya sin excusas laborales de por medio, volví a verlo
muchas veces. Ninguna de esas veces pensé que sería la última.
De eso se habla cuando
alguien muere. De eso hablamos con los amigos en voz baja, en un rincón, en el
velorio. De la última vez que vimos al finado. Fue el 5 de diciembre del 2014.
Yo tenía treinta y nueve y él cien. Cien años y dos meses. Fui con Joana
Barossi, una amiga brasileña que soñaba con conocerlo y que llevaba ya un
tiempo traduciendo sus poemas. Cuando se la presenté, él apenas la saludó.
Durante los primeros diez o veinte minutos Nicanor me hablaba exclusivamente a
mí.
Luego puso un par de
cuecas apianadas, las comentamos, se levantó para bailotearlas. Recién entonces
le habló, con cierta solemnidad, a Joana, que estaba embelesada; le pidió
que nos leyera alguna de sus traducciones, ella asintió. Empezó –creo– con la
versión en portugués de "Advertencia al lector". Nicanor la miraba
como si tuviera ante sus ojos a la mismísima garota de Ipanema.
Almorzamos, pensé que
debíamos irnos, era la hora de la siesta. En la mesa de centro había un
ejemplar de Parra a la vista, el libro de fotografías de Nicanor armado a
partir de los hallazgos de su nieto Cristóbal, aka Tololo. El poeta empezó un
inesperado y locuaz relato en que explicaba o contextualizaba, con lujo de
detalles, cada una de las fotos. Salí a fumar y cuando volví él seguía
hablándole a Joana de las fotos, acompañé a Colombina a comprar unos helados y
cuando regresamos estaba en las mismas, me fui al antejardín, hablé como dos
horas más con Colombina y Rosita, y teníamos que irnos, pero a Nicanor le
quedaba material para mil y una noches.
Ya estaba oscuro cuando
nos fuimos. En el momento de la despedida, con la seguridad que le daban esas
casi ocho horas de convivencia, Joana le extendió un ejemplar de Obras
completas & algo + y le pidió una dedicatoria. Nicanor vaciló un
segundo antes de responderle: "Nooooo, mejor la próxima vez, Joana, la
próxima vez". Ella, resignada pero igual de feliz, le besó la mano
derecha. "Este es el día más importante de mi vida", me dijo luego,
en el auto. Yo la miré como respondiéndole, con parriano escepticismo: exagerá.
Cuando la gente tiene
más de cien años es altamente probable que se muera en cualquier momento, pero,
como varios amigos han dicho, ya estábamos acostumbrados a la presunta
inmortalidad de Nicanor. Faltaban tres años enteros, podría haberlo visitado un
montón de veces. No lo hice, y ni siquiera estoy con él ahora, en su velorio,
en su funeral. No me queda más remedio que despedirlo así, escribiendo,
hablando en voz baja, con nadie.
Texto original em http://www.quepasa.cl/articulo/cultura/2018/01/hasta-la-proxima.shtml/
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